Que se ha hecho del relato histórico uno de los tantos campos de batalla de la política, no es nuevo, y desde hace siglos. Pero a pesar de ello, ha ido surgiendo el oficio del historiador, que busca presentar una interpretar una narración articulada del pretérito en base a la documentación existente. Labor compleja, porque involucra la subjetividad del historiador y la propia formación con que la que este cuente, a la vez que no puede apartarse del documento que está en sus manos. Hay épocas que se nos presentan “oscuras”, no porque el sol no haya alumbrado en esos tiempos, sino porque son particularmente escasas o nulas en cualquier tipo de documentación, histórica, monumental o arqueológica.
Pero en los últimos decenios asistimos a un fenómeno peculiar: más que interpretación, que siempre tiene matices y reflexión, hay militancia; más que documentación, hay un relato que se impone inapelable e incuestionable. Se nos presenta, así, a la reconfiguración de personajes por completo ahistóricos, cuando toda la documentación histórica apunta hacia otro lado. Los regímenes totalitarios hicieron un gran abuso en este sentido durante el siglo XX, pero hoy también es un recurso al servicio de las narrativas populistas con un desparpajo que ataca la inteligencia.
Como el propósito del populismo, en términos generales, es el que mantener una tensión permanente en la sociedad, precisa de una narrativa maniquea que la nutra. Y con un simplismo pueril, coloca “buenos” y “malos”, luchando desde el inicio de los tiempos, como si no hubiese grises, matices, entrecruzamientos, contextos, ideas y mutaciones. Al militante populista, le otorga un sentido en la vida, una posición en una épica burda y de poca monta, pero que le llena un vacío existencial. La reflexión crítica se anula, y el relato construido es un conjunto de episodios inconexos, burdamente manipulados, pero que desgajan a la persona contemporánea de su ubicación en una geografía, un tiempo y un contexto.
Esto, en una cultura más visual que desdeña en grado creciente la lectura, la conversación y el disenso, conduce a monólogos para cada tribu ideológica, sin puentes, sin búsqueda del conocimiento, sin terrenos en los que pueda crecer el consenso en torno a los valores fundamentales de una sociedad pluralista y libre. Tarea ciclópea, pues, la de valorizar la investigación histórica y el espíritu crítico, porque en ello va el porvenir del mundo democrático.